La mujer del Animal, un fetiche del discurso políticamente correcto

El mes pasado fui a ver La Mujer del Animal, de Víctor Gaviria. Me pareció insoportable. A pesar de que ya conocía el lenguaje literal del director antioqueño, y había visto Rodrigo D y La Vendedora de Rosas, en esta ocasión nos paramos antes de terminar la película, una amiga y yo, y decidimos abandonar el teatro. Pienso que una cosa es que te muestren la mierda en la que vivimos y otra que, te la restrieguen en la cara y te la hagan tragar a trancazos.

No soy crítico pero me gusta el cine. Desde hace más de treinta años asisto con regularidad a las salas. Aprendí a verlo en el Museo de Arte Moderno de Medellín pues vivía en el barrio Carlos E. Restrepo. Luego estudié publicidad y más adelante psicología, carreras que me ayudaron un poco a entender el lenguaje de la imagen. Reitero, no soy un experto pero tampoco un neófito. Digo lo anterior para tratar de desmontar el primer argumento en contra que suele aparecer cuando alguien osa criticar al afamado director, y es aquel basado en el total desconocimiento.

La mayoría de comentarios que he leído sobre La Mujer del Animal la califican de obra maestra, necesaria para entender nuestra realidad, como si ver cine se tratara de un deber cívico, moral, o un compromiso feminista, y es allí donde considero que comienza el problema. Entiendo la importancia del tema de la violencia de género que trata el filme, pero no creo que eso la convierta automáticamente en una pieza de colección. Por lo menos en varias escenas me pareció evidente que faltaban planos para hacer más clara la secuencia y que sobraba muchas veces la coprolalia de los actores neorrealistas.

Algunos dirán que se trata del pudor propio de quien no conoce la vida diaria de miles de mujeres y hombres de nuestra hermosa y dolorosa Colombia. En nuestra defensa, de mi amiga y yo, debo decir que ella trabajó como psicóloga en la Fiscalía General de la Nación, atendiendo los casos de abuso sexual infantil, mientras yo lo hice, voluntariamente, en mi consultorio, y en la Centro Carcelario de Bellavista de la ciudad de Medellín como psicólogo clínico. Así que puede ser que ella y yo seamos unas gallinas pero no por pudor o por desconexión de la realidad.

A lo mejor se trata de un asunto de excesiva sensibilidad ante el dolor ajeno, finalmente una historia trabaja con la capacidad psicológica del público de identificarse con las emociones de los personajes, o de la incapacidad de soportar, lo que a mi modo de ver es una forma pornográfica de mostrar el dolor. Pornográfica en el sentido de hacer evidente todo y además con sevicia. Pareciera que al director no le interesa manejar los ritmos del espectador para darle tiempo de reponerse de una fuerte emoción, antes de pasar a otra. La falta de ritmos y metáforas siempre ha sido una de mis críticas a las películas de Gaviria.

Recuerdo la película La lengua de las mariposas de José Luis Cuerda y su preciosa forma de mostrar la dura realidad de la guerra civil española a través de Don Gregorio y sus diálogos con el pequeño Moncho. O No, de Pablo Larraín, sobre la dictadura chilena, en la que René Saavedra, encarnado por Gael García, pelea por hacer de la campaña en contra de la continuidad de Augusto Pinochet en el poder, un mensaje alegre y bonito. Sólo por citar dos ejemplos de duras realidades narradas con seducción e imaginación.

Por supuesto, no se trata de pintar de colores la crueldad a la realidad misma pero creo que si la idea era hacernos reflexionar como sociedad sobre la violencia en contra de las mujeres, era mejor hacerlo de una forma que fuera soportable para un público más amplio, no para una selecta intelligentsia, que últimamente no ha hecho sino jactarse de su capacidad para ver, y repetir, la película a la vez que descalifica a los que no asistieron o no terminamos de verla, convirtiendo así a La Mujer del Animal en un fetiche del discurso políticamente correcto.

El precio del paraíso

Hoy me levanto en las mañanas y veo el sol salir entre nubes y montañas mientras los pájaros cantan y mis perros corretean por la casa. Es un lindo sueño hecho realidad en el que desperté luego de una horrible pesadilla. La pesadilla de construir teniendo que conocer el lado vil y oscuro de muchos, no todos, quienes en un principio se muestran como gentes buenas que quieren ayudarte a alcanzar tus metas, pero que realmente no tienen otras metas distintas a las suyas propias. Algo muy inhumano de nosotros los humanos.

«Te veré construir», decían los abuelos, como lanzando una maldición, para referirse a las dificultades inimaginadas que entraña construir una casa. Cuando mi tío Benjamín se enteró de que yo comenzaría la obra de mi finca, me advirtió que si uno quiere desearle el mal a alguien, debería desearle que construyera algo. No le creí ¿Por qué habría de ser una misión imposible dar vida a los sueños de obras civiles? Seguramente era un problema de paciencia, tan escasa en mi familia. No sospechaba lo que se avecinaba.

Buscando el lote

Pasé casi tres años mirando lotes en Santa Elena, Rionegro, Marinilla, La Ceja, El Carmen de Viboral y El Retiro, con la idea de tener un espacio donde vivir con mis perros, cerca de la ciudad. Así podría combinar el gusto por el campo y su tranquilidad con mi labor como publicista, psicólogo y docente. Viví alquilado en Rionegro y Santa Elena, me fui a vivir a Europa y regresé para seguir mirando. Finalmente encontré en la vereda Pantanillo de El Retiro, uno que me gustó y se acomodaba a mi bajo presupuesto para la zona.

La pendiente pronunciada del terreno, se compensaba con una hermosa vista del Valle del río Pantanillo. Mi idea era no hacer ninguna explanación que no fuese absolutamente necesaria para proteger el suelo y evitar problemas a futuro con aguas y deslizamientos. Tenía prisa de volver a vivir con mis perros, pues en la casa de mis padres, donde me recibieron después de regresar de Europa, no podía tenerlos a todos. Así que contraté una retroexcavadora para que abriera la carretera y un pequeño patio de maniobras para colocar los materiales de la obra, mientras esperaba que Catastro de El Retiro legalizara los papeles de posesión.

Llega Godzilla

La retroexcavadora, en menos de dos días, había mordido buena parte del terreno como si fuera Godzilla comiéndose a Nueva York. Las curvas del terreno que pedí se tuvieran en cuenta habían sido olvidadas. Una línea recta trazaba el camino de arriba a abajo, terminando en un patio de maniobras como un cráter de cinco metros de profundidad, ¡así se hace en Antioquia de hacha y machete, carajo! Nos gusta tumbar el monte y volverlo una mesa de billar aunque, evidentemente, no es mis caso.

Terminando su función, la retroexcavadora fue víctima de su propio invento y se deslizó en la carretera, obligando a que vinieran a sacarla, y dejándome la vía de acceso con un mordisco que hubo luego que llenar con la tierra que no se había tragado el monstruo de la pala mecánica. Ahora venía el estudio de suelos y el plano topográfico para poder hacer el plano de la casa y pasar los papeles a Planeación para el permiso de construcción.

La empresa de mi tío José Ignacio realizó el estudio de suelos a cambio de que le diseñara el sitio web de su empresa, y el plano topográfico lo levantó una chica que trabajaba en el sector. Parecía que el problema de la retroexcavadora sólo sería una pequeña dificultad del pasado. Para realizar los planos arquitectónicos de la casa me recomendaron en El Retiro a Verónica Ríos, una arquitecta que trabajaba en la alcaldía y a la que rápidamente le note las pilas y los deseos de hacer algo interesante con el terreno.

Comienzan las demoras

Había comprado el lote en febrero y habían pasado tres meses desde entonces. Verónica se comprometió a pasarme una idea inicial para mayo y ayudarme con la gestión de los permisos en la administración municipal, pero llegó julio y aún no había nada. Había perdido dos meses esperando el diseño de la casa que nunca llegó pues ella estaba muy ocupada. De modo que comencé de nuevo la búsqueda de un arquitecto para el hogar de mi manada. Ninguno de mis amigos arquitectos se reportó ante mis mensajes de auxilio. En la inmobiliaria que me ayudó a conseguir el lote, me recomendaron a Antonio Ramírez y su negocio de construcción -Construimos-. Lo llamé y su amabilidad y practicidad me llenaron de esperanza. ¡Estaba de nuevo en camino!

«Hace tiempo queremos hacer algo así, modular y rápido, comencemos», me dijo Antonio. Definimos que la estructura sería metálica y la casa partiría de un rectángulo de 12 x 6 metros para optimizar el corte de las vigas de acero. Así entonces, Daniel, el arquitecto, comenzó a darle vida a mi casa en AutoCad. Sería como el primer vagón de un tren que después podríamos repetir cuando hubiese presupuesto. Yo estaba feliz con lo que comenzaba a ver. Finalmente se integró el diseño arquitectónico con el estudio de suelos, el cálculo estructural y los planos topográficos para enviar los papeles a Planeación.

Por fortuna en la dependencia trabajaba Andrés Jair Castaño, hermano de una exnovia, que seguramente me ayudaría a agilizar el proceso ¿Agilizar? Me equivocaba de cabo a rabo. Entre ires y venires, le entregué los papeles faltando dos meses para finalizar el año, y cuando la nueva administración municipal se posesionó en enero, ya sin mi ex cuñado en su plantilla, aún no tenía aprobado nada del permiso. Curiosamente fue Verónica, que continúo como servidora pública en la administración de su primo, quien aprobó el oficio de mi obra en febrero.

Arranca la obra

Todo este tiempo que pasaba, lo vivía alquilado en una pequeña finca que encontré cerca de la biblioteca rural El Laboratorio del Espíritu, dirigida por mi buena amiga Gloria Bermúdez. No tenía prisa por marcharme de este hermoso lugar donde conocí a Lucas, Cuba, La Negra y otros hermosos perros, pero si quería comenzar pronto a darle vida a mi sueño. De modo que comencé a realizar las fundaciones de la obra. Cinco metros de profundidad enterrando hierro y cemento para cumplir con la norma, me tomaron otro mes.

Uno de los diez pilotes que sostendrían la casa se hizo a diez centímetros de donde debía estar, de modo que cuando comenzaron a soldar la estructura metálica, los pilotes no coincidían con las columnas. Debimos añadir un pedazo de viga al lado derecho de la casa, para solucionar el inconveniente de las fundaciones, pero no el de la estructura ¿El de la estructura? Sí, el calculista al ver la imagen que le envié del problema con los pilotes, descubrió que el arquitecto había encargado vigas en H y no cuadradas, con las que se habían hecho las operaciones de resistencia.

Eran más de treinta millones de pesos en materiales que ya habían comenzado a tomar forma y no podíamos devolver fácilmente a Ferrasa, que pedía lo humano y lo divino para realizar el cambio (Lea también Ferrasa, el culto al mal servicio). Así que debimos volver a calcular la estructura, que por fortuna funcionaba, y cambiar un par de vigas del techo para disminuir el peso total. ¡Qué alivio! Pero poco duraría esa sensación. Rubén, el trabajador de Antonio, me pasó una factura en la que, además de la nómina de los trabajadores, me cobraba cerca de un millón y medio de pesos a la semana, por alquiler de equipos y supervisión de la obra ¿En qué consistía entonces la supervisión de la obra de Construimos?

Me cansé de llamar a Antonio y de ponerle mensajes, pasé un par de veces por su oficina. Nunca estaba o no respondía. Al final me dejó razón con uno de los trabajadores de que no podía continuar con mi obra. De modo que la dejó tirada y debía volver a conseguir a alguien que tomara el relevo. Antonio se hizo exitoso después de trabajar en la secretaría de Planeación de El Retiro, donde comenzó su empresa de construcción de parcelaciones y fincas. Lo mío seguramente le representaba más inconvenientes que ganancias.

Al caído caerle

Debe existir un nombre para el fenómeno psicológico de aprovecharse de quien tiene problemas, no lo conozco en palabras pero sí en carne propia. El mayordomo de la finca de al lado, que me ayudaba con algunas cosas, comenzó a inventar cobros por arreglos de luz o a justificar más días de trabajo de los que acordamos. Del depósito de materiales me llamaban a cobrar enojados, dos meses antes de la fecha de vencimiento de las facturas, y tardaban en recoger las herramientas para facturar más. Con todos tuve agrias discusiones para que se comportaran con sensatez.

Por su parte, mis vecinos de al lado, sendos profesores universitarios, comenzaron a hacer una explanación en su lote, tirando tierra por volquetadas que pasaban a mi lote haciendo un desastre. De nada sirvió que Luis Carlos Toro y Ana María López me conocieran y que les pidiera personal y amablemente el favor de que quitaran la parte que me afectaba. Se hicieron los locos con el tema, como suelen hacer muchos colombianos, esperando que las cosas se dilataran y se olvidaran. Y así parece que sucederá con los oficios que Planeación y la Inspección de Policía les han enviado durante un año para que hagan una cuneta que recoja el agua que evitaría buena parte de los perjuicios.

Llega la peor pesadilla

¿Y la construcción? Confiado en que ya había pasado lo peor, contacté a la gente del depósito de materiales del pueblo, al calculista y a mi hermano Juan David, que trabaja en la empresa de ingeniería civil de mi tío, para que me recomendaran maestros de obra para realizar la parte de mampostería que había quedado pendiente. Me entrevisté con por lo menos cinco oficiales y revisé sus cotizaciones, tan disímiles como sus personalidades, y al final me decidí por Héctor Hernández del municipio de Girardota. Espero que algún día alguien Googlée su nombre y encuentre esta referencia de su trabajo.

Su tono amable, la visita con su pequeño nieto para ver la obra y la recomendación de mi hermano, me convencieron. Hoy, meses después, miro en retrospectiva y trato de entender la peor decisión que tomé en toda la obra y veo que me ganó el corazón. Era evidente que, por lo menos, sería un problema su transporte desde Girardota hasta El Retiro. «Uno va donde está la comida», me decía. «Héctor es un buen tipo y además es muy pulido», me dijo mi hermano. Esas dos frases sentenciaron mi suerte por los siguientes tres meses.

Héctor comenzó a ir con uno o dos trabajadores a poner el techo y luego el piso. Las cosas iban bien. Me pidió un pequeño adelanto para transporte y no hubo problema. La obra había comenzado a avanzar y me sentía feliz de ver por fin techos y paredes. Yo había contratado a un arquitecto que visitaba la obra cada dos semanas para ver los avances y hacer las recomendaciones. La segunda vez que vino fue evidente el malestar de Héctor con sus sugerencias. Hacía caso de mala gana al principio y luego encontraba mil excusas para explicar porque había que hacer las cosas cómo él decía y no el arquitecto.

Sin embargo, hubiera sido menos peor que hiciera las cosas a su manera, pero que las hiciera, o al menos que terminara algunas. Pero comenzó a irse desde los jueves a otra obra que tenía mi tío, el jefe de mi hermano, en una de las casas que compra en remates judiciales para arreglar y luego vender. Supuse que no había remedio. No iba a torpedear el negocio de un familiar que además me había echado una mano en este asunto de la construcción. Cada vez le rendía menos al hombre y cada vez pedía más plata. Yo hacía un corte de pagos semanalmente sobre el avance de la obra, y hubo un momento en que los pagos comenzaron a superar lo hecho en casi tres millones de pesos.

Solo en la oscuridad

Le comenté al susodicho que debíamos comenzar a terminar los pendientes antes de hacer nuevos pagos. De inmediato se indignó diciendo que el avance era mayor y que no podía trabajar más pues sus pobres trabajadores aguantarían hambre. Lo que comenzó con una cotización de siete millones de pesos, ya iba en consignaciones por veinte millones debido a los adicionales. Ante la evidente calamidad que se avecinaba llamé a mi tío José Ignacio para que me ayudara a presionarlo. Finalmente, Héctor trabajaba para él en varias obras y seguramente no querría perder la oportunidad de futuros contratos. Cuando finalmente logré comunicarme con el hermano mayor de mi madre y explicarle la situación, su respuesta me dejó frío: «eso debe ser un problema de manejo tuyo, porque a nosotros nos ha ido muy bien con él».

Le dije que Juan Carlos Urrego, sobrino de su esposa y arquitecto supervisor de mi obra, daba cuenta de las graves faltas de este señor. Incluso de su mala fe, pues cuando iba el arquitecto le hablaba mal de mí y cuando iba yo me hablaba mal del arquitecto. A pesar de que le presentábamos las cuentas y pagos cada ocho días, nunca nos quiso presentar las suyas. Utilizaba el viejo truco de ofuscarse para no responder. Me parecía inaudito que mi tío pudiera dar más crédito a un trabajador de sus obras que a su sobrino. Seguramente era que no había visto el estado de la obra, así que lo agregué al chat de WhatsApp que tenía con mi hermano y el arquitecto, para que viera con sus propios ojos las imágenes del asunto. «José Ignacio has left the group», leí a la mañana siguiente. Estaba solo.

Bueno, no tan solo. Mi hermano Juan se echó encima la labor de convencer al tipo de que retomara la obra para terminar los pendientes. Aceptó pero con la condición de hacer borrón y cuenta nueva del saldo pendiente (reconociendo así su deuda moral), además de un anticipo para pasajes. ¿Una estupidez hacer de nuevo tratos con el diablo? No lo sé. Intenté infructuosamente conseguir por esos días a alguien que terminara la obra, pero el exceso de demanda en la región, ha hecho que los obreros se den el lujo de rechazar trabajos permanentemente.

Con la ayuda de mi amiga abogada Clara Mira, redacté un contrato, firmée, consigné y cerré los ojos. ¿Mejoraron las cosas? Claro que no. Cada día había un nuevo inconveniente. Que no aprobaban la conexión de la energía de EPM, que se habían robado el riel para instalar el clóset, que las ventanas habían quedado malas por no habérselas mandado a hacer a él, que no se podía instalar un sensor de movimiento porque chispeaba con la lluvia. Todo falso, como lo comprobarían los trabajadores que llegaron después a deshacer los daños, con la cara de quien vio amanecer a Pompeya después de la erupción del Vesubio.

Quebró la cabina del baño y no contó, instaló al revés las tuberías de agua fría y caliente, hizo la puerta de entrada a la finca de tal forma que no entraba ni una camioneta mediana, de las tres varillas para hacer los polos a tierra (cada una con un valor cercano a los $250.000) sólo instaló una y las otras dos se desaparecieron. Los salpicaderos de granito del baño y la cocina dijo que los recibió quebrados, así que hubo que mandarlos a hacer de nuevo. EPM vino a revisar cuatro veces sus instalaciones eléctricas y siempre las rechazó, no sucedió lo mismo con el acueducto pues no había quien lo revisara pero el pozo séptico lo dejó a la mitad. Rayó los vidrios de las ventanas con el movimiento de los materiales y luego tuvimos que rectificar paredes y pisos pues no quedaron aplomados, y un larguísimo etcétera que todavía estoy solucionando.

Saliendo de nuevo a la luz

Mientras sucedía todo ésto, había vencido mi contrato de arrendamiento ¿Qué haría con mi mudanza? No tenía aún como llevarla a mi nueva casa y no debía hacerlo con los antecedentes de quien pasaba allí todo el día trabajando. El arrendador amablemente me dejó vivir un par de meses más en su finca pero comenzó a mandar a sus trabajadores a hacer algunas adecuaciones que quería, para regresar a habitar la finca. De modo que yo tenía que tragar cemento por partida doble.

Pero no todo era malo. En esos constructores estaba Carlos Cardona, un maestro de El Retiro, que yo había llamado antes de comenzar la obra pero que nunca me contestó. Carlos estaba disponible para la semana siguiente, en la que finalizaba el tiempo de entrega que tenía el diablo de mi obra. Aunque no creo en milagros, fue como si se me apareciera la Virgen. Carlos retomó el monstruo en el que se había convertido la obra, y lo amansó al punto de hacerla habitable. Un mes después me mudé.

Hoy despierto en un paraíso llamado B-612 en homenaje a El Principito, el hermoso libro de Antoine de Saint-Exupéry, y aunque cada día encuentro una nueva cosa por hacer para remediar las secuelas del desastre, me levanto feliz en la mañana en la presencia de Lola, Tina, Moni y Paco, mi hermoso labrador que murió un mes antes de que nos pasáramos a habitar el nuevo hogar de la manada, pero que nos acompaña en su sueño eterno desde el chirlobirlo que plantamos sobre su tumba en la parte de arriba. Además, ¿saben qué? Tenemos un nuevo miembro en la familia: un caballo. Hoy lo adoptamos en el paraíso donde el precio de las cosas se mide por la alegría de finalmente estar juntos.

Tina, «la perrita más jeroz de tuitica la manada»

No sospechaba que mi viaje a Bogotá a ver el Circo del Sol me pondría a hacer tantos malabares. Corría el mes de Abril del año 2013, cerca de Semana Santa. Había viajado con mi amiga Isabel Travecedo a ver a Varakai, y al llegar a la taquilla descubrimos que las boletas eran para un mes después. Habíamos confundido «Mar» con Marzo, y realmente significaba martes. Con los tiquetes de avión sin posibilidad de moverse y ya entrados en gastos, decidimos comprar unos nuevos para esa noche. Al día siguiente viajamos a conocer uno de los municipios más bellos de Colombia, Villa de Leyva.

A cerca de cuatro horas de Bogotá, Villa de Leyva es uno de los municipios más históricos de Boyacá y de Colombia. Además de su arquitectura colonial, con empedradas calles, Villa de Leyva cuenta con las ruinas de un hermoso observatorio astronómico Muisca llamado El infiernito. Los conquistadores españoles dejaron poco para ver, por considerarlo un espacio de adoración pagano en el que las representaciones fálicas daban cuenta de la vinculación de nuestros antepasados indígenas con el mismísimo demonio. Sin embargo, al igual que en la Acrópolis de Atenas, los restos que quedan, por fortuna, siguen hablándonos.

Y fue precisamente a hablarnos que salió Tina, en medio del camino que hay de El infiernito al fósil del dinosaurio, otro sitio turístico cercano. Debajo de una enorme roca se encontraba una cachorra de menos de un mes de nacida, que salió a nuestro paso. El grupo con el que caminábamos estaba compuesto por una pareja de Bogotá, dos chicas de Medellín e Isabel y yo. Nos detuvimos a mirarla y pensamos que tal vez se le había escapado de la camada a su madre. Preguntamos en las fincas cercanas pero no me supieron darnos razón. La perrita se veía totalmente deshidratada y desnutrida. Si la dejábamos no sobreviviría.

La tomé en mis brazos, le hice una foto para buscar ayuda en redes sociales, que guardo todavía, y comencé a indagar en las fincas del camino si sabían algo de la suerte de esta pequeña cachorra o si podrían adoptarla. Lo único que atinaron a decirme en una de las haciendas, fue que la perrita llevaba varios días abandonada, y que la llevara conmigo. ¡¿Qué?! Yo no podía. Ya tenía dos perros y había viajado desde Medellín en avión. No tenía como adoptarla. Mientras tanto, la pareja bogotana comenzó a separarse lentamente del grupo, y no volvimos a verlos hasta el día siguiente. Seguramente los asustó la posibilidad de que les endilgáramos este nuevo compañero de viaje.

Entramos el pequeño rollo de carne con pelos al hotel, camuflado entre una chaqueta y una bufanda, en los que pasó la noche mirándonos, tomando agua y comiendo un poco de comida enlatada. Teníamos la esperanza de que al día siguiente encontraríamos a la señora que, supuestamente tenía un albergue y recibía este tipo de casos. Nuestro bus de regreso a Bogotá salía en la mañana. Finalmente localicé la tienda de dulces de María Medina, en la que se encontraba su madre. Me dijo que no tenían un albergue, que simplemente habían recogido algunos perros para no dejarlos a su suerte, pero que la tienda les daba escasamente para sobrevivir. Me ofreció una bolsa de suero y una jeringa con la que mantuvimos hidratada a Tina, la valiente Valentina, hasta que llegamos a Bogotá. No hubo alternativa.

Buscaríamos en Bogotá un adoptante entre los animalistas de la ciudad más grande de Colombia, por medio de las redes sociales. Imposible que no apareciera nadie. Recuerdo que el papá de una conocida, que vive en la capital, prometió ayudarnos a encontrarle hogar a la perrita, para al final recomendarnos que llamáramos a la línea de protección animal, pues allí a lo mejor nos daban una mano. La cuenta regresiva para el vuelo a Medellín llegaba a su fin y no aparecía un hogar para la valiente sobreviviente. Algunos compartían la información pero nadie se vinculaba. ¿Qué podíamos hacer?

Llamamos a VivaColombia para conocer los requisitos de viaje en cabina para una mascota. Debía ir en un guacal y tener certificado de veterinario y vacunas al día. ¿Vacunas? Si vacunábamos a Tina en ese estado de desnutrición, las vacunas la matarían. Ninguno de los médicos veterinarios a los que llamamos ese domingo quiso arriesgarse a darnos el certificado, aunque reconocieron que la perrita estaba muy mal como para recibir los anticuerpos. Isabel también es médica veterinaria, lo cual fue una fortuna para mantener viva a Tina, pero no contaba en ese momento ni con su talonario ni con su sello. Así que llamé a una amiga diseñadora que vivía en Medellín para que me hiciera una hoja con los datos de Isabel y me la enviara por correo electrónico para imprimirla.

No había tiempo para pensar. El vuelo salía al otro día. Las chicas que caminaban con nosotros en Villa de Leyva decidieron patrocinar el tiquete aéreo de Tina, y yo su hospedaje en Santa Elena, mientras le conseguíamos casa. Compramos un guacal rojo y salimos temprano hacia El Dorado. Recuerdo que antes de hacer el Check In, Tina comenzó a rasguñar la malla del guacal para anunciar que quería orinar y defecar. Ambas buenas señales de recuperación y de instintiva educación. Llegamos a Rionegro con una nueva compañera de viaje que rápidamente demostró su fiereza para defender el territorio, y su ternura para jugar con los demás cachorros. Al llegar comenzamos la búsqueda de su nueva casa pero nadie apareció. Al parecer Tina había encontrado su hogar desde el momento en que empecé a buscárselo.

Uno, dos y tres, Seguros Sura vuelve a mentir otra vez

Todo comenzó hace más de dos años. Un camión de la empresa de Helados mexicanos YomYom me embistió por detrás en medio de un trancón en el sector de Llanogrande en el Municipio de Rionegro, dejando mi Renault Sandero en pérdida total y mi cuello y mis perros, que viajaban atrás, bastante maltrechos. Como mi automóvil estaba asegurado con Sura, primero comencé el proceso de reclamación por el daño del vehículo y luego del fallo del tránsito, como tercero afectado. Las cosas no pintaban bien desde el principio. Luego de declarar mi vehículo como pérdida total, tardaron más de dos meses en pagármelo y cuando solicité que me devolvieran los accesorios no asegurados de éste, me respondieron que ya me los habían entregado, cuando en realidad sólo lo hicieron un mes después (imagen 1).

Seguros Sura dice que devolvió accesorios un mes antes de hacerlo
Imagen 1

«¿Era en la Fiscalía de Rionegro?»

Realicé la tortuosa gestión de colocar la denuncia en la Fiscalía y soportar la prepotencia del único galeno de Medicina Legal en Rionegro. Después tuve que enviarle la citación al conductor del camión a la dirección que había puesto: Polideportivo sur de Envigado, algo así como poner Parque Nacional en el caso de Bogotá. El hombrecillo no contaba con que en el pasado yo había sido cliente de Helados YomYom y tenía la dirección de la empresa. Eso sí, me pareció inaudito que fuese las víctimas de los procesos, quienes denuncian, quiénes tuviéramos que enviar y asegurar el recibo de la notificación judicial ¿Eso mismo debe hacer una mujer al denunciar una violación? En fin.

El día de la audiencia, nadie se presentó para representar al denunciado, de modo que de la Fiscalía llamaron para averiguar el porqué de la inasistencia (A pesar de que en la citación afirman que la no asistencia dará comienzo al proceso legal). Cuando finalmente lograron comunicarse con Juliana Walker Cortés, la abogada de la aseguradora, la astuta profesional dijo que se encontraba ocupada, que la llamaran en cinco minutos. En la siguiente llamada aseguró que se encontraba en la Fiscalía de Medellín pues había pensado la citación era en ese lugar. Curiosa equivocación de una profesional del derecho, más aún sabiendo que tanto el encabezado como el pie de página de la citación, informan claramente la dirección del lugar (imagen 3).

«Mándeme los documentos para responderle»

Para la siguiente audiencia, cuatro meses después, la abogada se hizo presente anunciando que estaba asistiendo con el fin saber de qué se trataba el proceso porque no tenían idea en la compañía. Acordó con mi abogada que, para que para no tener que desplazarse nuevamente hasta Rionegro, ya que sus múltiples ocupaciones se lo impedían, recibiría los documentos en su oficina de Medellín para darles trámite. Allí se los entregó personalmente mi abogada con la promesa de que respondería en las siguientes semanas. Pasaron cerca de sesenta semanas, año y dos meses, en los que nunca respondió (imagen 3).

Mi abogada consiguió otro empleo como empleada oficial y alcancé a ir y volver a Europa a estudiar, sin tener la más mínima noticia de la abogada de Sura. A finales del año pasado estuve llamando durante un mes a Sandra Ángel, encargada del área legal de la compañía, sin obtener respuesta. Al ver que el proceso cumpliría dos años, decidí ir directamente a AutoSura y llevar algunos de los documentos para intentar otra vía de reclamación, por lo menos por parte de los daños. Me enviaron una carta diciendo que me habían tratado de comunicar conmigo insistentemente, lo cual no sucedió (imagen 2) y días después me llamaron de la Fiscalía para una nueva audiencia, la cuarta desde que tengo memoria, para el 8 de abril.

Seguros Sura dice que llamó pero no lo hizo
Imagen 2

«La conciliación se ha visto truncada por la continua modificación de la reclamación»

Con mi nuevo equipo de abogadas revisamos el caso antes de ir, mirando qué faltaba e indexamos los valores a tiempo actual. Así se los presentamos a la abogada de Seguros Sura que asistió en reemplazo de la doctora Juliana Walker, quién de nuevo estaba muy ocupada para asistir. La representante se Sura afirmó que su compañera le había entregado todos los documentos que sustentaban mi reclamación, y estaba autorizada por Seguros Sura para ofrecerme una cifra «razonable», equivalente a menos de cuarta parte de mis pretensiones. Más de dos años después, era la primera respuesta formal de la aseguradora. Como obviamente no conciliamos, quedó en que evaluaría el caso con la Compañía y me respondería a más tardar el viernes 17 de abril, lo cual tampoco sucedió.

Así que me quejé con el Defensor del Cliente de Sura por la dilación de éste proceso y en respuesta, ahora el gerente de asuntos legales de Seguros Sura Sebastián Felipe Sánchez, afirma que el ánimo conciliador de Sura se ha visto truncado debido a que no cuentan con los documentos que sustenten la reclamación y a que he modificado constantemente mis pretensiones (imagen 3). ¿Perdón? ¿No los tuvo en su despacho la abogada Walker durante más de un año sin decir si sí o si no? ¿A qué llaman modificar «constantemente» las pretensiones? Constantemente, creo yo, es que los clientes tenemos que pagar las pólizas de seguros que cambian de acuerdo a cientos de variables inexplicables y no por ello dejamos de hacerlo.

Seguros Sura dice que no ha recibido documentos cuando se le entregaron hace más de dos años
Imagen 3

Como supongo que la actitud de la aseguradora continuará por la misma senda, propongo señores de Sura, con todo el respeto que se merecen, que cambien el tigre por un Pinocho o por lo menos le pongan su nariz. Así desde el comienzo los clientes sabremos a qué atenernos y dejaremos de perder tanto tiempo y dinero. Yo, por mi parte, ya cancelé mi seguro de vida con Ustedes, no quiero tener que reencarnar o venir del más allá a seguir reclamando.