El mes pasado fui a ver La Mujer del Animal, de Víctor Gaviria. Me pareció insoportable. A pesar de que ya conocía el lenguaje literal del director antioqueño, y había visto Rodrigo D y La Vendedora de Rosas, en esta ocasión nos paramos antes de terminar la película, una amiga y yo, y decidimos abandonar el teatro. Pienso que una cosa es que te muestren la mierda en la que vivimos y otra que, te la restrieguen en la cara y te la hagan tragar a trancazos.
No soy crítico pero me gusta el cine. Desde hace más de treinta años asisto con regularidad a las salas. Aprendí a verlo en el Museo de Arte Moderno de Medellín pues vivía en el barrio Carlos E. Restrepo. Luego estudié publicidad y más adelante psicología, carreras que me ayudaron un poco a entender el lenguaje de la imagen. Reitero, no soy un experto pero tampoco un neófito. Digo lo anterior para tratar de desmontar el primer argumento en contra que suele aparecer cuando alguien osa criticar al afamado director, y es aquel basado en el total desconocimiento.
La mayoría de comentarios que he leído sobre La Mujer del Animal la califican de obra maestra, necesaria para entender nuestra realidad, como si ver cine se tratara de un deber cívico, moral, o un compromiso feminista, y es allí donde considero que comienza el problema. Entiendo la importancia del tema de la violencia de género que trata el filme, pero no creo que eso la convierta automáticamente en una pieza de colección. Por lo menos en varias escenas me pareció evidente que faltaban planos para hacer más clara la secuencia y que sobraba muchas veces la coprolalia de los actores neorrealistas.
Algunos dirán que se trata del pudor propio de quien no conoce la vida diaria de miles de mujeres y hombres de nuestra hermosa y dolorosa Colombia. En nuestra defensa, de mi amiga y yo, debo decir que ella trabajó como psicóloga en la Fiscalía General de la Nación, atendiendo los casos de abuso sexual infantil, mientras yo lo hice, voluntariamente, en mi consultorio, y en la Centro Carcelario de Bellavista de la ciudad de Medellín como psicólogo clínico. Así que puede ser que ella y yo seamos unas gallinas pero no por pudor o por desconexión de la realidad.
A lo mejor se trata de un asunto de excesiva sensibilidad ante el dolor ajeno, finalmente una historia trabaja con la capacidad psicológica del público de identificarse con las emociones de los personajes, o de la incapacidad de soportar, lo que a mi modo de ver es una forma pornográfica de mostrar el dolor. Pornográfica en el sentido de hacer evidente todo y además con sevicia. Pareciera que al director no le interesa manejar los ritmos del espectador para darle tiempo de reponerse de una fuerte emoción, antes de pasar a otra. La falta de ritmos y metáforas siempre ha sido una de mis críticas a las películas de Gaviria.
Recuerdo la película La lengua de las mariposas de José Luis Cuerda y su preciosa forma de mostrar la dura realidad de la guerra civil española a través de Don Gregorio y sus diálogos con el pequeño Moncho. O No, de Pablo Larraín, sobre la dictadura chilena, en la que René Saavedra, encarnado por Gael García, pelea por hacer de la campaña en contra de la continuidad de Augusto Pinochet en el poder, un mensaje alegre y bonito. Sólo por citar dos ejemplos de duras realidades narradas con seducción e imaginación.
Por supuesto, no se trata de pintar de colores la crueldad a la realidad misma pero creo que si la idea era hacernos reflexionar como sociedad sobre la violencia en contra de las mujeres, era mejor hacerlo de una forma que fuera soportable para un público más amplio, no para una selecta intelligentsia, que últimamente no ha hecho sino jactarse de su capacidad para ver, y repetir, la película a la vez que descalifica a los que no asistieron o no terminamos de verla, convirtiendo así a La Mujer del Animal en un fetiche del discurso políticamente correcto.
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